

Columnas
Motörhead, o la embriaguez del rock & roll
Published
8 años agoon
“Hay que estar siempre ebrio. Esto es lo único. Para no sentir el horrible fardo del tiempo que rompe vuestros hombros y os inclina hacia la tierra, hay que emborracharse sin tregua”. Hace 150 años lo dijo Baudelaire. Hace unas décadas, y sin las complicadas pretensiones poéticas del francés, lo comenzó a hacer el legendario Ian “Lemmy” Kilmister, tanto en su vida personal con el alcohol, como con su banda Motörhead a través del rock & roll. Y es que el uno y el otro son indisolubles. Si hay una banda que ha llevado la simbiosis entre la bebida y la guitarra a un nivel tan íntimo, esa es Motörhead.
En efecto, el estilo de los británicos lo simplificó Lemmy en una entrevista concedida años atrás a un medio español: “Somos una banda que toca rock & roll y que se dedica a ir de fiesta, alcohol y al sexo”. Para el evento improbable de que alguien no los haya escuchado, esa autodefinición es la más completa que se puede dar, pues todos esos elementos están siempre presentes en sus composiciones, ya sea en sus letras –“mi mujer me deja, me siento triste, pero me gusta la vida que llevo, otra cerveza es lo que necesito, otro concierto, me sangran los oídos”- como en sus riffs destructores. He ahí porque son una banda ícono del rock y parte también del heavy metal: su mensaje no sólo se queda en la actitud (de hecho, ella es secundaria y hasta inconsciente), sino que son la encarnación de lo que significa vivir una vida de acuerdo a la filosofía del rock, con las ventajas inherentes a hacer lo que uno quiere, cuando quiere y cómo quiere, y con las desventajas en el costo que se paga. Esto último bien lo ejemplifica la letra de “I Don’t Believe A Word”: “He visto las llamas del infierno, he visto ángeles con espadas de fuego, no tengo nada que sea mío”.
En ese sentido, es justo decir que pocos artistas han logrado traspasar sensaciones corpóreas a algo etéreo, que es la vivencia de la música, como esta agrupación británica. En tal orden de ideas, Motörhead es al rock lo que Bukowski es a la literatura. Lemmy y Henry Chinaski –ambos bebedores sin remedio, mujeriegos empedernidos y sin esperanzas de que este mundo será algún día algo mejor- utilizan a sus creaciones no como medios de expresión, ya que no tienen nada que decir, sino que como la única forma posible de comunicación. Ninguno de los dos tiene buen aspecto, pero están satisfechos de sí mismos y por eso creen que “deben abrir un puterío y meter unos cuantos culos dentro” (“Whorehouse Blues”). De eso se trata esto, nada más: “Si algo malo pasa, bebes para olvidar, si algo bueno pasa, bebes para celebrar, y si nada pasa, bebes para que pase algo” (Bukowski, “Women”, 1978). Si se cambia la voz “bebes” por “Motörhead”, la oración no pierde sentido en absoluto.
Lo anterior es porque sus álbumes emborrachan. Mientras suenan, es posible percibir como ese Rickenbacker estridente hasta más no poder, junto con una guitarra desdeñada, simple y pesada, y los beats de la máquina de percusión de Mikkey Dee, van produciendo un frenesí del cual no es posible escapar. Cuando todo acaba, el oído está pulverizado, pero inexplicablemente con deseo de más rock. Por quedar con gusto a poco, nuevamente se vuelve al ruedo. Haber comenzado con “Deaf Forever” y terminar con “Orgasmatron” produce “caña”, pero como dice el viejo adagio, “con lo que da, se quita”, y así es como nuevamente en los parlantes suena“Doctor Rock” u otra similar, y la inhibición que se gesta es increíblemente idéntica a la producida por un trago de alcohol.
Así como se deja en claro en “Going To Brazil” que el beber y el fumar “nunca parará”, el rock & roll furibundo y bruto de Motörhead no se detendrá. Que guste eso a terceros o al público en general, da lo mismo. La fórmula no se altera y eso es algo bueno: nadie suena tan brutal a los 69 años como Lemmy cantando: “I’m so bad, baby, I don’t care”. La prescripción pesada se ha mantenido con los años, los clásicos machacantes como “Overkill” o “Iron Fist” encuentran su correlato actualizado en temas como “Heartbreaker”, de su último disco “Aftershock” (2013) de factura superlativa, dando a entender que la savia de la cual se alimenta Motörhead seguirá siendo el rock & roll precario y feroz, al igual que para Lemmy lo será el Jack Daniels, por más que los doctores hayan puesto un freno a sus costumbres etílicas. Tal hecho –hay que admitirlo- nunca pasará.
Pero que lo anterior no lleve a equívocos: así como el buen bebedor sabe disfrutar de otros brebajes, el rock de Motörhead ha probado otras cepas. Que Lemmy no cambie hace más de 40 años, no significa que musicalmente la banda sea una constante repetición de sí misma. Canciones como “Eat The Rich” o “Lost Johnny”, cargadas de aquel rock más clásico, contrastan con la densidad de “March Or Die”, la solemnidad de “One More Fucking Time” o el poder de “No Remorse”. No obstante, todas embriagan a su manera.
Es posible sostener, entonces, que el leitmotiv de los británicos es ser una juerga viciosa con los sonidos más sucios que una guitarra, bajo y batería puedan crear. No por nada son quienes trazaron los caminos del metal no sólo en lo musical, sino que en la manera nihilista y frontal de encarar la vida y sus viscosidades, ya sea si se trata del amor de una mujer (“Bad Woman”), o las pretensiones más pervertidas (“Sweet Revenge”).
Y así, en definitiva, y sean cuales sean las circunstancias, la experiencia de escuchar a Motörhead es lo más parecido a una noche de borrachera: se parte con el vaso (una canción cualquiera), luego, entusiasmado, se va por la botella (cualquier álbum) hasta que se termina. Los ojos entran en crispación, la mente se nubla al ser todo ruidosamente confuso, pero inexplicablemente, casi por osmosis, hay que seguir alcoholizándose a través de su música, continuando en la ruta de la embriaguez hasta no recordar. Tal como Lemmy en el verano de 1973 que, según sus propias palabras, fue el mejor verano de su vida, justamente por “no recordar de él absolutamente nada”.
Por Pablo Cañón
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Pese a que su origen y concepto es otro, la canción “Heroes” de David Bowie dice que podemos ser héroes sólo por un día, pero también que lo podríamos ser por los siglos de los siglos. El domingo 19 de diciembre en Chile no sólo se decide quién será el próximo presidente, sino que están en juego los derechos y la dignidad de una gran parte de nuestra sociedad con la amenaza que representa uno de los candidatos.
El resultado de la elección es tan incierto, que, tal como lo indicábamos hace unas semanas en nuestra columna “Contra La Amenaza Fascista”, el riesgo de perder derechos fundamentales está a la vuelta de la esquina, además del inminente apagón cultural y un sistema de control totalitario al no darle cabida a la pluralidad, en caso de que la opción de ultraderecha resulte electa. Y, habitualmente, los seres humanos no somos conscientes de este tipo de peligros hasta que ya estamos lamentando las consecuencias.
Este texto no es un llamado a quienes van por la opción 2 para que reevalúen su voto porque sería extremadamente inútil. No hay argumento que se pueda esgrimir, por mucho fundamento que contenga, para hacerlos entrar en razón. Esto va dirigido a un grupo específico no menor que puede guiar la historia de esta decisión: las personas jóvenes que no creen en la política y que tienen derecho a sufragio.
Quienes alcanzamos la edad para tener derecho a voto a fines de los 90, recordamos vívidamente aquella etapa de floreciente juventud, donde afirmábamos que daba lo mismo participar en elecciones porque todo iba a seguir igual y que dichos procesos en realidad no servían para nada. Pese a que estábamos equivocados, de alguna manera el quehacer de la política y su nulo impacto –con el objetivo de mantener el statu quo– nos daba en parte la razón, sin embargo, con el tiempo nos fuimos dando cuenta de que todo es política, y cada dirección que nuestras vidas toman está supeditada a las decisiones de quienes nos gobiernan y le dan forma al tipo de sociedad en el que tenemos que desempeñarnos.
En base a lo anterior, en esta semana crucial hacemos un llamado a aquellos que no han participado de estos procesos, a los desencantados con justa razón, a quienes piensan que no marcan diferencia por ser sólo uno entre tantos, a que voten en esta segunda vuelta por la opción 1, Gabriel Boric. El poder que ustedes tienen juntos es el que realmente puede decidir las vías de cambio que la sociedad chilena necesita; si no quieren mantener el statu quo, no sean el statu quo.
Si gana la ultraderecha, ¿para qué fue toda la demostración de hastío que se expresó hace más de dos años? ¿Creen realmente que el candidato republicano se preocupará de sus vidas y velará por generar los cambios que necesita para mejorarla? A esta última interrogante la respuesta es un rotundo no. En el programa de Gabriel Boric hay una real intención de mejorar la vida del ciudadano común, y si no se cree en lo que está escrito en papel, al menos está la seguridad de que tiene el corazón en el lado correcto y una evidente empatía. Quizás van a sentir que en realidad no hicieron mucho yendo a votar, pero les aseguro que las personas que ustedes serán en el futuro mirarán hacia atrás y se sentirán orgullosas de que fueron héroes por los siglos de los siglos y no sólo por un día.
Diseño portada por Rodolfo Jofré
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