

En Vivo
Stephen O’Malley: Epifanías de la muerte
Published
4 años agoon
El sonido puede ser esquema de la liberación o también ser una forma de expresión. Usualmente, en la música se evalúa eso, además de lo técnico y su potencial más comercial, si es que cabe en categorías, y ese tipo de tópicos. La música es música, y nadie se lo cuestiona mucho, por eso cuando llegan propuestas que pasan a llevar los esquemas tradicionales, es ahí cuando el sonido es indefinible o, por lo menos, se escapa a cualquier diccionario. Es el momento en el que se liberan pensamientos y reflexiones sin par, de esas que llegan, incluso incoherentes, como lo que pasa en medio del trance del drone de Stephen O’Malley, parte del dúo Sunn O))), que llegó a Chile a presentarse en el Cine Arte Normandie la noche del 16 de mayo.
Antes, la gente iba a llegar para ver dos actos previos. El primero era el proyecto Retribution Body, cuyo cerebro, Matthew Azevedo, se subió al escenario sin mucha fanfarria, pero con un juego análogo con cables y sintetizador. El basado en Boston consiguió generar algo telúrico, irregular pero controlado, erradicando las ondas de su cauce normal a través del hilar de canciones que no son compuestas, sino que manufacturadas. Poco a poco los elementos extra muestran la destrucción y, desde ello, una construcción dramática inconmensurable, vibrando y en fricción. Aunque mostró unos 40 minutos de música, Matthew se llevó un aplauso grande de quienes llegaron temprano, porque realmente lo suyo fue una grata sorpresa.
A las 21:17, Cacciuttolo se subió al escenario. El productor –que incluso está nominado en los Premios Pulsar– iba armando de inmediato dimensiones cinemáticas para introducir quiebres en la rutina de los ambientes construidos, casi en improvisación, pero una muy bien preparada. Los pasos de un momento a otro se dan en las excelentes gráficas de Trimex, que también adornó lo de Retribution Body: existe un tránsito desde figuras concretas, como un cuadrado o un triángulo, a ser pura estática de las imágenes de bosque proyectadas. Esto era una complementación perfecta con lo que buscaba Juan Cacciuttolo, que era una transformación de sonidos de la naturaleza en posibilidades robóticas. Trazos de lo orgánico al servicio de lo artificial, en una conjunción de estridencia virtuosa que se configuraba no como un show continuo, sino que en tres momentos claros y que tenían su correlativo con las visuales, en un todo muy bien logrado, en sonido y en acción.
El plato de fondo se sirvió, pero a oscuras. Lo único que existe desde el comienzo es la nota que se mantiene, la desesperación del aire que se pone más denso y de la luz que va siendo más o menos dependiendo de la intensidad del trabajo de las distorsiones. Este de inmediato es un entierro de las convenciones, de esas que dicen que la canción tiene ciertas posibilidades pragmáticas y poco más. Caben las preguntas de qué es música, qué es canción, o qué es ritmo, cuando lo que pareciera ser sólo una nota en el aire va cambiando en el mismo espacio de forma dinámica, sin aspavientos. Como diría el pintor francés Yves Klein acerca del azul en su serie monocromática en los 50, aquí lo que queda es un solo espacio, “la autenticidad de la idea pura”, y eso queda: una sola nota que se adivina esquiva, porque lo que hace O’Malley es buscar y rebuscar en medio de la disposición mentirosa de esto como un show musical. Sí, mentirosa, porque un espectáculo así no es tan musical, pese a que la excusa es esa, debido a que es una experiencia de otros sentidos. O sea, así luce cuando la música intenta llegar a la sinestesia.
La nota no se detiene y sólo agarra indefiniciones al momento del siguiente stroke, ese que puede cambiar la fuerza, la tensión, pero que nunca lo hace porque esa es la necesidad del momento. Hay belleza en el cambio, pero también la hay en la mantención. Esto es creación de patrimonio en vivo, o quizás su holograma. Las notas son el patrimonio y estos son souvenirs que nos permiten. Si John Cage jugaba con el silencio y las reglas de cómo tocar música, Stephen lo hace con esa noción de que la emoción por la música viene del cambio o del ritmo, y lleva a lo más primitivo, eso que los monjes comprendieron mejor al vivir los mantras: que la repetición no es rutina, sino que es vida.
En el minuto 25 hay arranques más allá del loop y se genera otro momento en el que la estridencia es mayor y la claridad deja de operar como lo predominante. Es el momento en que la nota se combate a sí misma, a ver si el enemigo interno vence o no. Pero es una lucha fútil porque, en vez de victorias o derrotas, sólo hay un empuje común. Trincheras del sonido que no hacen más que encontrarse.
Minuto 30, se apagan las visuales. Visuales hermosas, que parece que se quedaron un poco pegadas no desplegándose en todo su esplendor, y en concordancia precisa con la música. El problema continúa por varios minutos de incertidumbre y de impredictibilidad, que operan en favor del carácter de un show que, en vez de tener el riesgo de la monotonía, permite una observación acuciosa, casi como una exposición de una sola obra de arte a la que con el correr de los minutos se le encuentran lecturas, varias incluso siendo meras proyecciones de la psique del observador.
Con el abundante humo que tiró la máquina en el aire, la oscuridad imperando y la distorsión de la guitarra y amplificadores de O’Malley cerrando los espacios, provocando una abierta claustrofobia acústica, quizás esto es lo más cercano a ser enterrados vivos que tendrán los asistentes a este show, físicamente agotador, pero sin duda una gran experiencia, de esas que son difícil contar sin parecer exagerados. En sólo 65 minutos, Stephen O’Malley hizo un viaje multisensorial y ayudó a ver cómo es que el sonido puede abrir otras puertas para tener esas respuestas inesperadas. En tiempos donde la música parece tener las cosas tan claras, remezones como los ocurridos en una noche de jueves en el Normandie son más necesarios que nunca: sentir que se toca fondo en un cajón para que la luz se encienda y se abran nuevas posibilidades, de esas que están ahí, al alcance de una nota.
Fotos por Luis Marchant
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El fervor por Ghost es algo casi indescriptible, por lo que resulta un éxito total la forma en que los suecos regresaron a nuestro país con su su shows en solitario más multitudinario a la fecha. Tras su última presentación hace siete años, la banda agotó el Movistar Arena presentando “IMPERA” de 2022. Más allá de su nueva era, mucho más transversal y popular, la banda supo cómo entregarse por completo y fijar un espectáculo de primer nivel en las pupilas y tímpanos del fiel público chileno.
Puntuales y secundados por los nacionales de Pentagram, que casi echan abajo el recinto, Ghost se subía al escenario con los primeros y agudos acordes de “Kaisarion”, parte de la nueva etapa de la banda donde los riffs se acercan más al hard rock, los sintetizadores aparecen como destellos y combinan con el look de un Papa Emeritus de traje brillante. El sentido del espectáculo que tiene el grupo, su teatralidad y desplante, han sido parte importante de la carrera de Ghost, que ha transitado entre lo oscuro y lo luminoso. En todas sus encarnaciones, Tobias Forge, ungido como Papa y compañía, añaden elementos que tensionan aún más esa relación de explícita blasfemia y la cautivadora propuesta de rock al estilo King Diamond conoce a Abba. Es ese cruce generacional y de sonido que convierten al grupo en un interesante “hay que ver” en vivo, donde la entrega es total.
“Rats” y éxitos como “From the Pinnacle to the Pit” o “Cirice” continuaron dando vida al setlist que iba y venía entre cambios de vestuario, colores y jugueteos de los Nameless Ghouls, que también entendían de qué iba el espectáculo: una muestra completa de un show que no sólo se queda en la buena ejecución de sonido ni en el virtuosismo. La experiencia completa del ritual local se vio fortalecida por la gran cantidad de niños, niñas y jóvenes que veían, algunos por primera vez, un espectáculo de estas características y que convierte a Ghost en su banda favorita, principalmente motivados por los éxitos virales del grupo como “Mary On a Cross” o “Call Me Little Sunshine”, también interpretadas en vivo y que fueron los puntos altos de la noche. Esa transversalidad saludable y tremendamente interesante de unión musical sólo podía ser opacada por quienes no entendieran que el público hoy en día es así de diverso. La presencia de niños y niñas, además del fervor de quienes pasaron horas esperando entrar, obligó que durante minutos el show se detuviera para ordenar al público, dar un paso atrás y asegurarse que todos disfrutaran a salvo.
Sin mayores inconvenientes, la banda oscurecía el ambiente y el Papa, de traje negro y brillos dorados finalmente aparecería para una nueva etapa del show, liderando la liturgia portando un turíbulo o incensario, un elemento colgante usado por los sacerdotes que expulsa vapor. “Con Clavi Con Dio” y “Year Zero” desataron a la mayoría de los asistentes que al ritmo de los contagiosos versos “Lucifer, we are here / For your praise, Evil One” y el correcto y profundo riff de una de las mejores canciones del grupo. Si incluso la propuesta visual y de luces se adaptó al momento más oscuro de la noche, demostrando el rango de la banda y sus cambiantes intenciones. Y es que la banda cuenta con un relato propio y una propuesta difícil de igualar, dejando a Tobias Forge como un líder y un frontman de verdad, tomándose el show con actitud y una voz de primer nivel.
Es impresionante cómo la banda, que más allá de apropiarse de la estética, el sonido y otros elementos de parte de la familia del metal pero no ser considerados por los puristas del género como pares, convoca, gusta y atrae, al mismo tiempo que se despliegan con total propiedad e insolencia en un explosivo y pirotécnico espectáculo.
Setlist
- Kaisarion
- Rats
- From the Pinnacle to the Pit
- Spillways
- Cirice
- Absolution
- Ritual
- Call Me Little Sunshine
- Con Clavi Con Dio
- Watcher in the Sky
- Year Zero
- He Is
- Miasma
- Mary on a Cross
- Mummy Dust
- Respite on the Spitalfields
- Kiss the Go-Goat
- Dance Macabre
- Square Hammer
*Fotos por Ramón eMe Gómez (@el.eme) para Lotus
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