Lo de anoche en el Caupolicán fue un viaje que, sí o sí, demandaba una entrega total para poder ser apreciado en plenitud. Porque en su quinta excelente visita al país, Anathema volvió a tocar la fibra más profunda del alma y, por casi dos horas de show, nos llevó a un lugar del que desearíamos nunca haber salido. Los dirigidos por los hermanos Cavanagh se mandaron un show de lujo y poco vale este comentario, porque fue una de esas noches en las que se debía estar presente en cuerpo y, por sobre todo, en alma.
En un Teatro Caupolicán a cancha llena y unos cuantos en galería, se dio inicio a un show que no conoció puntos bajos. La apertura con “Anathema” asentó la atmósfera para el resto de la velada. Romanticismo, conexión absoluta con la audiencia, un sonido a la altura y una banda que se paseó por lo más íntimo de su catálogo, tanto así, que la seguidilla de las cuatro partes que componen a “The Lost Song” y “Untouchable”, extraídas de sus más reciente álbum, “Distant Satellites” (2014), pasaron como una sola gran canción entre coros, silencios contemplativo y emociones desbordadas por parte de una fanaticada totalmente comprometida. El encantamiento se rompió por unos momentos con la presencia de Lee Douglas en el escenario, la cantante que pone esa cuota de emoción en cada una de sus intervenciones, para que Vincent Cavanagh saludara a sus devotos y diera la partida oficial a una noche que nos depararía un montón de momentos para atesorar.
“Thin Air” y “Ariel” volvían a poner las emociones a tope y quizás este pueda ser uno de los detalles que se puede señalar con respecto al concierto que vimos anoche. Tal vez sea sólo por joder (porque la verdad es que no hay nada que criticar), pero el hecho de que todas las canciones presentadas anoche llevaran por un caudal de emociones tan potente, disfrutables a la vez que demandantes en cuanto a la disposición que cada uno tenía para dejarse envolver con la música, terminaba por agotar en algunos pasajes si es que alguna distracción lograba sacar del hechizo. Es como si hubiesen empezado la fiesta con fuegos artificiales y luego te estuvieras preguntando durante el resto del espectáculo: “¿Y con qué me van a sorprender ahora?”. Aunque era casi imposible desconectarse, este redactor sintió que en pequeños pasajes (muy pequeños) la fórmula se explotó demasiado. De todas formas, nada que lamentar si lo que se buscaba era pasar dos horas sumergido en la música, y precisamente para complacer esos deseos llegó “The Lost Song, Part 3” y “A Simple Mistake”.
Tomando el punto anterior, es sorprendente que una banda que derroche tanto virtuosismo en escena, destaque más por el corazón que por sus capacidades técnicas, de hecho, muchas parejas –que se notaba eran asiduos fanáticos del rock en su formato más progresivo y sesudo- se abrazaban y cantaban como si Anathema fuera la banda sonora de su romance. En “A Simple Mistake” y “The Beginning And The End” se pudo apreciar esto de mejor manera: un montón de poleras negras con los ojos empapados en lágrimas cantando al unísono. ¡Maravilloso! Llegó “Universal” y “Closer”, dupleta que nos llevó a la primera pausa de la jornada; un par de momentos para ir al baño a mojarse la cara, dar un respiro y prepararse para lo que se venía.
La banda sabía que la gente estaba esperando los clásicos, pero todavía quedaban temas nuevos por presentar, por eso es que, cortésmente, Daniel Cavanagh pidió algo de paciencia hasta que llegaran las canciones que todos querían escuchar. “Distant Satellites” y “Take Shelter”, esta última en una exquisita versión donde los beats de electrónica minimal se fundieron con la atmósfera de devoción que envolvía al recinto de la calle San Diego, fueron las manifestaciones finales de lo nuevo del grupo.
Ahora faltaba cerrar a lo grande con “A Natural Disaster”, dando el pie para otra salida en falso, y el respetable acompañó a Daniel Cavanagh y su guitarra acústica para interpretar “Are You There?”, para luego tener de vuelta a la banda y dar inicio a la tripleta triunfal de “Deep”, “One Last Goodbye” y “Fragile Dreams”. Dejando a todo el mundo satisfecho y regresando lentamente a tierra, Anathema se despidió con “Twist And Shout” de The Top Notes como cortina de fondo. Todo era pura alegría.
La quinta visita de Anathema al país se inscribe como una noche donde el éxtasis, la emoción y la catarsis fueron completas. Más que nada la catarsis, porque es seguro que más de alguno salió del Caupolicán como una persona distinta después de dos horas de semejante show. Lo más probable es que volvamos a verlos pronto por acá, y qué bueno sería, porque es necesaria una dosis de Anathema una vez al año. Deberían ser más.
Pasó más de una década para que The Mars Volta regresara a nuestro país, y pese a que tenían nuevo material bajo el brazo, el proyecto a cargo de Omar Rodríguez-López y Cedric Bixler-Zavala se presentó ante su fiel fanaticada en el Movistar Arena con una impronta distinta al típico tour de promoción, muy por el contrario, centraron sus esfuerzos en una celebración a su obra y a la carismática sinergia que elaboran en el escenario, dando espacio para que una lluvia de melodías se deslizaran como conjuros desde sus instrumentos hacia la audiencia. Todo ese ritual, evidentemente, estuvo antecedido por un acto local que esta vez corrió a cargo de Miguel Conejeros y su proyecto F600, quien amenizó la jornada con distintas mezclas y una electrónica de tintes eclécticos y mucha sustancia, recibida respetuosamente por los asistentes que llegaron más temprano.
Ya entrada la hora del plato estelar, la agrupación salió a escena con unos minutos de retraso pero con una intensidad marcada desde el primer acorde. De entrada es evidente que la banda ya no es la misma, pero no por tener una formación diferente, sino más bien por la forma en que la dupla de Cedric y Omar se desenvuelven en el escenario como dos fuerzas imparables, y en ciertas lógicas completamente opuestas. Mientras la ceremonia entra en tierra derecha con “Vicarious Atonement”, ambos músicos entran en un diálogo que es sostenido por una banda que, de manera impecable, se concentran en sacar el mayor provecho posible para hacer brillar a las dos piezas centrales de esta maquinaria sonora.
La fuerza creativa del dúo está más desatada que nunca y, aunque esos elementos comunes que se encuentran en todos sus proyectos siguen inevitablemente ahí, la mejor forma en que la banda comprueba su identidad es en demostrar su inigualable manera de interpretar. Es así como composiciones gigantes de la talla de “L’Via L’Viaquez”, “Cicatriz ESP” o “The Widow”, encuentran su espacio dentro del setlist de manera excepcional, así como también pese a ser parte de distintos discos logran desencadenar una secuencia precisa con cada movimiento.
Esa capacidad anteriormente mencionada también encuentra atisbos de modernidad con canciones como “Shore Story”, por ejemplo, que se presenta como una composición que perfectamente puede sonar en una radioemisora junto a artistas de música más alternativa. Sin mayores tapujos, es como también puede sonar una exploración más arriesgada con “Drunkship Of Lanterns”, demostrando las distintas caras de TMV en todas sus capas sonoras.
Como toda buena banda de progresivo, The Mars Volta es un espectáculo de cocción lenta y una digestión incluso más pausada, debido a que los constantes juegos de guitarras, batería y cambios de ritmo a toda velocidad se van articulando poco a poco en un show que no transita entre la calma y la tempestad, sino que entre la intensidad y la elegancia de la interpretación, dando como resultado un sonido más aterrizado y robusto, sin exponer muchas fracturas en el camino.